Vie. Mar 29th, 2024

En un país con 20 millones de pobres, con problemas muy graves en su economía, con un sistema educativo quebrado, con una criminalidad imparable y con un grieta muy profunda que parte a la sociedad en dos, el presidente Alberto Fernandez, en la ciudad de Monteros que era ese día capital alterna, hizo una extraña confesión, dijo: “Todos los días pienso si la capital de la Argentina no tendría que estar en un lugar distinto a Buenos Aires” y se preguntó: “¿No será hora de tomar esos desafíos y plantearnos como sociedad cómo hacerlo?”.

Sin duda que Alberto no asume la realidad del país que debe gobernar, una realidad tan compleja que debería estar pensando solamente en ella. Convocar a la oposición y a diferentes sectores sociales a un diálogo serio intentando llegar a un acuerdo de gobernabilidad. Pero este Alberto que ya sueña con su reelección en 2023, habla de un posible traslado de la capital. Sin considerar la inoportunidad del momento que eligió el presidente para incorporar el tema, analicemos brevemente el asunto.

Fue el presidente Raúl Alfonsín el que propuso llevarla a Viedma- Carmen de Patagones, intención que fue olvidada por la crisis que debió sobrellevar su gobierno.  Las intenciones fueron correctas, más allá de que la localización elegida por el presidente ya fallecido, según nuestro criterio, no era la adecuada.

En 2014 el presidente de la Cámara de Diputados Julián Domínguez rescata la idea, pero con la mirada puesta en el Norte Grande y el Pacifico.  «Yo creo que es importante que la Argentina vuelva a repensar el norte argentino, que vuelva a repensar su salida al pacífico» dijo el Diputado en aquel momento.

Estamos convencidos de que trasladar la capital al interior, descentralizando Buenos Aires, traerá múltiples beneficios al país. Otros países lo hicieron y todos fueron exitosos.

Un ejemplo muy tangible del traslado de su capital, nos da el Brasil, que construyó una nueva sede gubernamental en el interior profundo de su inmenso territorio, Brasilia. De esta manera se hizo realidad el sueño del Marqués de Pombal, quien en 1716 formuló la idea de «interiorizar» la capital de la entonces colonia portuguesa de Brasil y establecer una sede administrativa lejos de la costa del Océano Atlántico.   En 1821, el líder independentista brasileño José Bonifacio sugiere el nombre de «Brasilia» para una futura capital. La idea de edificar la nueva capital en las regiones del interior (y no en la costa atlántica) había sido recogida incluso en la primera Constitución republicana de 1891.

San Salvador de Bahía, hasta 1763 y Río de Janeiro desde entonces, ambas sobre la Costa Atlántica, habían sido las ciudades capitales de Brasil, muy vinculadas por cierto a la historia y la colonización portuguesa.

El primer paso para construir la nueva capital fue elegir su ubicación, lo que ocurrió a mediados de 1956 siendo seleccionada una extensa meseta en la zona sureste del estado de Goiás.   Ese mismo año comenzó su construcción, siendo Lúcio Costa el principal urbanista y Oscar Niemeyer el principal arquitecto. Tras 41 meses de trabajo la ciudad fue inaugurada el 21 de abril de 1960. A partir de ese día comenzó la mudanza de los órganos de gobierno. Allí en la nueva Capital iniciaron sus tareas los tres poderes del Estado.

Hoy Brasilia tiene un poco más de cuatro millones de habitantes. En 1987 fue declarada por la UNESCO, Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad, siendo la única ciudad construida en el Siglo XX que tiene ese rango.

Si se trasladara en nuestro país la Capital Federal a otra ciudad del interior, indudablemente que la capital económica continuaría siendo Buenos Aires, pero se descentralizaría favorablemente el poder político. Sería un formidable avance, y en algún momento hay que volver a plantear el asunto.